COMÍAN JUNTOS en una celda en penumbras cuando por la radio anunciaron el nombre. El prisionero sentado frente a él le palmeó el hombro con sus manos medio arrugadas y le habló con la boca llena, sin dejarse entender. Al rato, se pusieron de pie, se miraron con los ojos brillantes y se abrazaron con fuerza. Al principio, Sixto Alcides no lo creyó. Era como si nunca hubiera estado preparado para una ocasión así. Sin embargo, desde aquella vez que envió su novela al concurso, algo dentro de sí le inquietaba. En aquel lugar sombrío, fuera del mundo y de la incertidumbre, cualquier noticia era motivo de expectativa general. ¿Bastaba una mezcla de sentido común y de solidaridad humana para comprender aquella realidad de intramuros?
Mientras almorzaban, Sixto Alcides comentó de las sorpresas de la vida y que ahora, cuando menos lo esperaba, se había convertido en el Premio Nacional de novela. No se le cruzó la idea del reconocimiento ni del status de escritor ni cualquier otra vanidad por el estilo. Almorzando, Sixto Alcides sintió una descarga de pena recorriendo su organismo: extrañaba la bulla y el calor humano de la calle y de la libertad.
Era una madrugada de abril cuando Sixto Alcides fue detenido. En aquellos días, una dictadura había tomado el poder con tanques, balas y detenciones masivas. Lima era un caos. Cualquiera podía ser sospechoso. Cualquiera si era estudiante de San Marcos, vestía jeans o tenía el rostro muy andino; y Sixto Alcides, quiéralo o no, tenía los rasgos que buscaban los militares.
Al cabo de unas horas, todos estuvieron enterados de la noticia. Seguro que no tardarían en llegar las felicitaciones, entonces Sixto Alcides las recibiría azorado, sonriendo como un niño y por momentos, se sumergiría en sus pensamientos. ¿En qué piensas, mi amor? Hoy no regresaré por la noche, tenemos una tarea con los chicos de la universidad. ¿Y yo, me quedaré sola? María, la próxima vamos juntos, ¿sí? Te amo.
Caía la noche y Sixto Alcides estaba en boca de todos. A esa hora, la prisión tenía el perfil de una montaña en el crepúsculo.
Dormía. Se soñó sobre una roca al borde de un río apacible. De pronto, todo cambió. Las aguas se violentaron furiosas y sobre éstas flotaron libros y libros mientras el caudal cubría a Sixto Alcides por completo y lo encauzaba en la correntada. Por momentos se le veía nadando hacia la orilla, pero una gigantesca ruma de libros, impedía su salvación. No se notaba asustado, al contrario, un aire de tranquilidad enaltecía su rostro. Sin embargo, cuando empezó a hundirse de veras y el río se cubrió con una infinidad de libros apolillados, deslizándose entre las hojas gusanos que comían a su paso todo y cuya voracidad los transformaba en horribles animales; y cuando él mismo empezó a ser devorado como si fuera un libro viejo, tuvo un pánico insospechado de nunca más volver a leer nada. Entonces se despertó. Ay, ¿por qué me despiertas, mi amor? Perdón, Marcita. Humm...Six, estaba soñando contigo. ¿Sí, y qué soñabas? Los dos íbamos... ¿Y? Los dos... bonitos sueños.
DESDE LAS 4:30 DE LA MADRUGADA ya no pudo dormir. Su pijama estaba empapado en sudor. Se recostó en la cama con ese aburrimiento que a veces invade todo el cuerpo y buscó bajo el colchón otra ropa para cambiarse. Recordó que desde semanas atrás tenía esa extraña calentura por las madrugadas. Deben ser las emociones del día. Sintió sed como si hubiera bailado durante horas.
Al cabo de un tiempo, se levantó preocupado, se desperezó sin ganas, sin la fuerza suficiente para levantar los brazos o ponerse de puntillas. Hubiera deseado retornar a las frazadas y echarse a dormir profundamente, total había ganado un premio y merecía un descanso, pero el excesivo calor del cuerpo amainó sus deseos. A tientas, tropezándose con el desorden de la celda, buscó un vaso de agua y se lo bebió con cierta desesperación. Apenas terminó, una tos suave le vino de golpe. Me he ahogado con el agua, se dijo, y enseguida bebió otro. Amanecía. La sed y la fiebre lo iban sumiendo en una irrealidad de la que parecía no poder escapar.
Aquel día, Sixto Alcides no se levantó como de costumbre. Los presos políticos entonaban cánticos y agitaban consignas a voz en cuello mientras los policías hacían disparos al aire. Estaba despierto pero la fiebre y la tos constante, se lo impidieron. Abrígate, mi amor, la madrugada está muy fría. Si, mi Mar, pero no voy a salir; me quedaré contigo. Ven, abrígame.
Hasta bien entrada la tarde, Sixto Alcides permanecía en la cama, por ratos leyendo algún libro que luego dejaba por otro cualquiera, por ratos dormitando bajo los efectos de una pastilla desconocida.
Ya en la noche, oyó a lo lejos que alguien gritaba su nombre con una voz de pregonero. Se levantó con cierta pesadez. El olor a transpiración era fuerte, y cuando se acercó a la reja para ver quién lo llamaba, sintió convertirse en un muñeco de trapo, que sus fuerzas eran las de una marioneta y si no fuera por una mesa oportuna, hubiera terminado por desplomarse en el suelo.
-¿Te sientes bien?- preguntó su compañero de celda.
¿Qué le pasaba? ¿Acaso no había enfrentado tantas pruebas en su vida? Solo faltaba que una simple afección bronquial lo tumbara, que cualquier otra cojudez le empañara su euforia. Sixto, ¿qué nombre le pondremos a nuestro hijo? No he pensado en ninguno pero tendrá que ser algo bueno. Six, te noto agripado. Un poco. Entonces, ponte la chalina, ¿entendiste? Alcides carraspeó para darse fuerza.
-Sí, solo un poco cansado –dijo, disimulando el malestar. Hablaba con una voz apagada que no era la suya. El prisionero entendió la mentirilla y muy sutil, cogiéndolo del brazo, lo ayudó a sentarse al borde de la cama. El chirrido de un cerrojo en el pasadizo les hizo voltear la mirada.
-¡Ese que se llama Sixto Alcides! -Oyó una voz ronca. Algunos se sumaron al grito que parecía un gruñido.
-¡Alcides, te buscan!
-¡Agua para el policía!
Sixto Alcides esperó, agitado por su respiración entrecortada y la sofocación de su temperatura y durante un segundo creyó que otro acceso de tos lo retorcería pero no fue así.
-¿Quién es Sixto Alcides? -preguntó un policía rechoncho, todavía jadeante por el trajín.
Alcides hizo silencio. Han tocado la puerta, mi amor ¿quién será a estas horas? No sé, voy a abrir. Ponte la chalina. Sí, mi Mar. ¿Por qué tocarán tan fuerte? No sé, voy a abrir. ¿No será la policía?, mejor no salgas. No te preocupes, amorcito.
- Yo soy, ¿Para qué me busca?
-Huevón, has salido en los periódicos –respondió el policía, sacando de su chaleco unos diarios muy maltratados y alcanzándoselos para que los hojeen.
-Cada uno cuesta cinco lucas
-¿Cinco lucas?
-Si me pescan tengo que romper la mano...
Quedaron en cuatro soles.
Todo parecía normal. Alcides, sentado en su cama, terminaba de leer una crónica sobre él. Lo que más le indignaba era la falsedad de la información. Un diario le calificaba de escritor maldito y otro insinuaba que no merecía el premio. ¿Y él? ¿Acaso alguien había intentado comunicarse? ¿Acaso no tenía vela en este entierro? Un tanto incómodo, dejó algunos periódicos sobre el colchón y se puso de pie. Ya estirado, sacudió con las manos la camisa adherida por la sudoración mientras expulsaba aire. Sentía que otra vez la fiebre lo iba ganando a trancos, iba sacando ventaja a su debilitamiento. Frente a él, sentado en una silla, su amigo de celda revisaba los periódicos restantes y muy lejos, la bocina de algún carro sonaba intermitente.
Tuvo la idea de mojarse la cabeza, el cuello y las axilas. Dio unos pasos hacia el baño y allí se oscureció todo. Sus ojos se nublaron repentinamente como si de pronto se los hubieran cerrado, como cuando alguien los cubre por detrás para adivinar el nombre. Tuvo un gran temor, un miedo terrible a quedarse ciego para siempre. Le daba rabia todo eso, qué vaina, ponerse enfermo justo ahora.
-No veo nada, no puedo ver – se oyó gritar repetidas veces. Cálmate Alcides, cálmate. Su amigo le ayudó a sentarse en la cama, sorprendido. Y otra vez la picazón en la garganta, esa sensación de atorarse con el polvillo de una tostada. Parecía una confabulación general: fiebre, tos y ahora, la ceguera. ¿Qué otra cosa podría venir? ¿Tanta dificultad concentrada en un solo día? No abras la puerta, Sixto, tengo un presentimiento. Olvídate, no pasa nada. No, Six ¿no te das cuenta?
-Debe ser la fiebre –lo consoló su amigo, recostándole con cuidado- Te voy a poner unos paños de agua fría.
Tuvo otro acceso de tos. ¡Es la policía! Intentó contener las contracciones de su pecho pero otra vez el cosquilleo en la garganta, esos vidriecitos raspando las cuerdas vocales. ¿Me oyes? ¿Te das cuenta? No, esta vez era en serio. Sentía que las contracciones se producían en otras partes, que había una raíz más profunda debilitando su organismo. No te alarmes, mi amor. ¡Six! Siempre estaremos juntos... ¿o acaso no nos amamos tanto como para enfrentarlo todo? Y la tos le atacó. Sin darse cuenta llegó en un santiamén hasta el baño y con los brazos sobre el lavadero, arrojó oscuros coágulos de sangre. Junto a él, aún reponiéndose de la confusión, su amigo le pedía calma y corría hacia la reja alertando a los demás prisioneros y hacia él, buscando ayudarlo. Pero la tos no cesaba, por momentos desaparecía, dándole un respiro brevísimo, y al cabo de unos segundos, volvía con más fuerza, trayendo consigo aquellos grumitos gelatinosos desprendidos de sus pulmones. Hubiese querido que alguien contuviera aquella maldita hemorragia, que de pronto alguien le diga tómate esta pastilla y asunto arreglado. Se oyó toser con violencia, aunque ahora poco le importaba; su preocupación era recuperar la vista, volver a mirar las cosas siquiera por última vez. Sus brazos temblaban y sus piernas iban cediendo poco a poco al peso de su cuerpo. Sintió que todo se iba derrumbando desde adentro.
ENTRE LAS BRUMAS de su inconsciencia, flotaba en una alfombra mágica que viajaba entre barrotes y miradas tiernas. Pensó en los que seguirían allí, sometidos a un encierro perpetuo, y en los que continuarían en el largo camino de sus sueños. Escuchó una advertencia sobre las escaleras, y notó que su alfombra cambiaba de curso y se llenaba de baches y sobresaltos. Quiso mirar el cielo de la noche, esa piel sin estrellas de la oscuridad; pero sus ojos no tuvieron la fuerza suficiente y aún cuando lo hubieran logrado, solo habrían visto el cielo raso de la prisión. Escuchó murmullos, que alguien decía es demasiado tarde. Sintió el olor de los medicamentos y la misma voz preguntando ¿Él es el premio de novela? Sencillamente atinó a quedarse muy quieto, no vale la pena responder cuando se está dormido. ¿Verdad, mi Mar?
Los Olivos, septiembre de 2004
Mientras almorzaban, Sixto Alcides comentó de las sorpresas de la vida y que ahora, cuando menos lo esperaba, se había convertido en el Premio Nacional de novela. No se le cruzó la idea del reconocimiento ni del status de escritor ni cualquier otra vanidad por el estilo. Almorzando, Sixto Alcides sintió una descarga de pena recorriendo su organismo: extrañaba la bulla y el calor humano de la calle y de la libertad.
Era una madrugada de abril cuando Sixto Alcides fue detenido. En aquellos días, una dictadura había tomado el poder con tanques, balas y detenciones masivas. Lima era un caos. Cualquiera podía ser sospechoso. Cualquiera si era estudiante de San Marcos, vestía jeans o tenía el rostro muy andino; y Sixto Alcides, quiéralo o no, tenía los rasgos que buscaban los militares.
Al cabo de unas horas, todos estuvieron enterados de la noticia. Seguro que no tardarían en llegar las felicitaciones, entonces Sixto Alcides las recibiría azorado, sonriendo como un niño y por momentos, se sumergiría en sus pensamientos. ¿En qué piensas, mi amor? Hoy no regresaré por la noche, tenemos una tarea con los chicos de la universidad. ¿Y yo, me quedaré sola? María, la próxima vamos juntos, ¿sí? Te amo.
Caía la noche y Sixto Alcides estaba en boca de todos. A esa hora, la prisión tenía el perfil de una montaña en el crepúsculo.
Dormía. Se soñó sobre una roca al borde de un río apacible. De pronto, todo cambió. Las aguas se violentaron furiosas y sobre éstas flotaron libros y libros mientras el caudal cubría a Sixto Alcides por completo y lo encauzaba en la correntada. Por momentos se le veía nadando hacia la orilla, pero una gigantesca ruma de libros, impedía su salvación. No se notaba asustado, al contrario, un aire de tranquilidad enaltecía su rostro. Sin embargo, cuando empezó a hundirse de veras y el río se cubrió con una infinidad de libros apolillados, deslizándose entre las hojas gusanos que comían a su paso todo y cuya voracidad los transformaba en horribles animales; y cuando él mismo empezó a ser devorado como si fuera un libro viejo, tuvo un pánico insospechado de nunca más volver a leer nada. Entonces se despertó. Ay, ¿por qué me despiertas, mi amor? Perdón, Marcita. Humm...Six, estaba soñando contigo. ¿Sí, y qué soñabas? Los dos íbamos... ¿Y? Los dos... bonitos sueños.
DESDE LAS 4:30 DE LA MADRUGADA ya no pudo dormir. Su pijama estaba empapado en sudor. Se recostó en la cama con ese aburrimiento que a veces invade todo el cuerpo y buscó bajo el colchón otra ropa para cambiarse. Recordó que desde semanas atrás tenía esa extraña calentura por las madrugadas. Deben ser las emociones del día. Sintió sed como si hubiera bailado durante horas.
Al cabo de un tiempo, se levantó preocupado, se desperezó sin ganas, sin la fuerza suficiente para levantar los brazos o ponerse de puntillas. Hubiera deseado retornar a las frazadas y echarse a dormir profundamente, total había ganado un premio y merecía un descanso, pero el excesivo calor del cuerpo amainó sus deseos. A tientas, tropezándose con el desorden de la celda, buscó un vaso de agua y se lo bebió con cierta desesperación. Apenas terminó, una tos suave le vino de golpe. Me he ahogado con el agua, se dijo, y enseguida bebió otro. Amanecía. La sed y la fiebre lo iban sumiendo en una irrealidad de la que parecía no poder escapar.
Aquel día, Sixto Alcides no se levantó como de costumbre. Los presos políticos entonaban cánticos y agitaban consignas a voz en cuello mientras los policías hacían disparos al aire. Estaba despierto pero la fiebre y la tos constante, se lo impidieron. Abrígate, mi amor, la madrugada está muy fría. Si, mi Mar, pero no voy a salir; me quedaré contigo. Ven, abrígame.
Hasta bien entrada la tarde, Sixto Alcides permanecía en la cama, por ratos leyendo algún libro que luego dejaba por otro cualquiera, por ratos dormitando bajo los efectos de una pastilla desconocida.
Ya en la noche, oyó a lo lejos que alguien gritaba su nombre con una voz de pregonero. Se levantó con cierta pesadez. El olor a transpiración era fuerte, y cuando se acercó a la reja para ver quién lo llamaba, sintió convertirse en un muñeco de trapo, que sus fuerzas eran las de una marioneta y si no fuera por una mesa oportuna, hubiera terminado por desplomarse en el suelo.
-¿Te sientes bien?- preguntó su compañero de celda.
¿Qué le pasaba? ¿Acaso no había enfrentado tantas pruebas en su vida? Solo faltaba que una simple afección bronquial lo tumbara, que cualquier otra cojudez le empañara su euforia. Sixto, ¿qué nombre le pondremos a nuestro hijo? No he pensado en ninguno pero tendrá que ser algo bueno. Six, te noto agripado. Un poco. Entonces, ponte la chalina, ¿entendiste? Alcides carraspeó para darse fuerza.
-Sí, solo un poco cansado –dijo, disimulando el malestar. Hablaba con una voz apagada que no era la suya. El prisionero entendió la mentirilla y muy sutil, cogiéndolo del brazo, lo ayudó a sentarse al borde de la cama. El chirrido de un cerrojo en el pasadizo les hizo voltear la mirada.
-¡Ese que se llama Sixto Alcides! -Oyó una voz ronca. Algunos se sumaron al grito que parecía un gruñido.
-¡Alcides, te buscan!
-¡Agua para el policía!
Sixto Alcides esperó, agitado por su respiración entrecortada y la sofocación de su temperatura y durante un segundo creyó que otro acceso de tos lo retorcería pero no fue así.
-¿Quién es Sixto Alcides? -preguntó un policía rechoncho, todavía jadeante por el trajín.
Alcides hizo silencio. Han tocado la puerta, mi amor ¿quién será a estas horas? No sé, voy a abrir. Ponte la chalina. Sí, mi Mar. ¿Por qué tocarán tan fuerte? No sé, voy a abrir. ¿No será la policía?, mejor no salgas. No te preocupes, amorcito.
- Yo soy, ¿Para qué me busca?
-Huevón, has salido en los periódicos –respondió el policía, sacando de su chaleco unos diarios muy maltratados y alcanzándoselos para que los hojeen.
-Cada uno cuesta cinco lucas
-¿Cinco lucas?
-Si me pescan tengo que romper la mano...
Quedaron en cuatro soles.
Todo parecía normal. Alcides, sentado en su cama, terminaba de leer una crónica sobre él. Lo que más le indignaba era la falsedad de la información. Un diario le calificaba de escritor maldito y otro insinuaba que no merecía el premio. ¿Y él? ¿Acaso alguien había intentado comunicarse? ¿Acaso no tenía vela en este entierro? Un tanto incómodo, dejó algunos periódicos sobre el colchón y se puso de pie. Ya estirado, sacudió con las manos la camisa adherida por la sudoración mientras expulsaba aire. Sentía que otra vez la fiebre lo iba ganando a trancos, iba sacando ventaja a su debilitamiento. Frente a él, sentado en una silla, su amigo de celda revisaba los periódicos restantes y muy lejos, la bocina de algún carro sonaba intermitente.
Tuvo la idea de mojarse la cabeza, el cuello y las axilas. Dio unos pasos hacia el baño y allí se oscureció todo. Sus ojos se nublaron repentinamente como si de pronto se los hubieran cerrado, como cuando alguien los cubre por detrás para adivinar el nombre. Tuvo un gran temor, un miedo terrible a quedarse ciego para siempre. Le daba rabia todo eso, qué vaina, ponerse enfermo justo ahora.
-No veo nada, no puedo ver – se oyó gritar repetidas veces. Cálmate Alcides, cálmate. Su amigo le ayudó a sentarse en la cama, sorprendido. Y otra vez la picazón en la garganta, esa sensación de atorarse con el polvillo de una tostada. Parecía una confabulación general: fiebre, tos y ahora, la ceguera. ¿Qué otra cosa podría venir? ¿Tanta dificultad concentrada en un solo día? No abras la puerta, Sixto, tengo un presentimiento. Olvídate, no pasa nada. No, Six ¿no te das cuenta?
-Debe ser la fiebre –lo consoló su amigo, recostándole con cuidado- Te voy a poner unos paños de agua fría.
Tuvo otro acceso de tos. ¡Es la policía! Intentó contener las contracciones de su pecho pero otra vez el cosquilleo en la garganta, esos vidriecitos raspando las cuerdas vocales. ¿Me oyes? ¿Te das cuenta? No, esta vez era en serio. Sentía que las contracciones se producían en otras partes, que había una raíz más profunda debilitando su organismo. No te alarmes, mi amor. ¡Six! Siempre estaremos juntos... ¿o acaso no nos amamos tanto como para enfrentarlo todo? Y la tos le atacó. Sin darse cuenta llegó en un santiamén hasta el baño y con los brazos sobre el lavadero, arrojó oscuros coágulos de sangre. Junto a él, aún reponiéndose de la confusión, su amigo le pedía calma y corría hacia la reja alertando a los demás prisioneros y hacia él, buscando ayudarlo. Pero la tos no cesaba, por momentos desaparecía, dándole un respiro brevísimo, y al cabo de unos segundos, volvía con más fuerza, trayendo consigo aquellos grumitos gelatinosos desprendidos de sus pulmones. Hubiese querido que alguien contuviera aquella maldita hemorragia, que de pronto alguien le diga tómate esta pastilla y asunto arreglado. Se oyó toser con violencia, aunque ahora poco le importaba; su preocupación era recuperar la vista, volver a mirar las cosas siquiera por última vez. Sus brazos temblaban y sus piernas iban cediendo poco a poco al peso de su cuerpo. Sintió que todo se iba derrumbando desde adentro.
ENTRE LAS BRUMAS de su inconsciencia, flotaba en una alfombra mágica que viajaba entre barrotes y miradas tiernas. Pensó en los que seguirían allí, sometidos a un encierro perpetuo, y en los que continuarían en el largo camino de sus sueños. Escuchó una advertencia sobre las escaleras, y notó que su alfombra cambiaba de curso y se llenaba de baches y sobresaltos. Quiso mirar el cielo de la noche, esa piel sin estrellas de la oscuridad; pero sus ojos no tuvieron la fuerza suficiente y aún cuando lo hubieran logrado, solo habrían visto el cielo raso de la prisión. Escuchó murmullos, que alguien decía es demasiado tarde. Sintió el olor de los medicamentos y la misma voz preguntando ¿Él es el premio de novela? Sencillamente atinó a quedarse muy quieto, no vale la pena responder cuando se está dormido. ¿Verdad, mi Mar?
Los Olivos, septiembre de 2004
UN GRAN CUENTO.
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